Alanis Morissette está compuesta, sin novio y con un disco bajo el brazo, “Flavors of entanglement”, posiblemente una vía por la que ha estado haciendo budú a Scarlett Johansson. Según dicen las malas lenguas, la actriz le quitó el novio y dejó a la cantante de origen canadiense con la misma cara de paisaje ecuestre que suele tener y que no ha variado con el tiempo. En Gesloten ya dimos buena cuenta del bagaje artístico de la chica de los ataques epilépticos a través de una de nuestras retrospectivas. Mi conclusión es que la música de Alanis me provoca sentimientos encontrados. Por un lado, ha sido capaz de componer muy buenos temas (“Unsent”, “Hands clean”, “You oughta know”, por ejemplo), pero también unos fallos considerables, bañados en esos tintes insoportables que ofrece a veces cuando pone su poderosa voz en falsete. Morissette ha efectuado su particular disco de separación de pareja, como ya hicieron en su día por ejemplo Suzanne Vega con “Songs in red and gray” o Annie Lennox con “Bare”. Así que os podéis imaginar de qué van buena parte de las letras que ha escrito. El álbum comienza con un tema que podría ser el mismo con el que abre todos sus trabajos, “Citizen of the planet”. Continúa con el primer single, bastante aceptable, “Underneath” y después desemboca en su guiño más electrónico, “Straitjacket”. La canción “Versions of violence” se convierte en una de sus composiciones más góticas e incluso shoegaze, presentando a una Morissette de lo más oscura. Se agradece que abandone ciertos giros vocales y se entregue a las elucubraciones graves que tiene su voz –que las tiene, y son mucho mejores que sus momentos de sonidos más agudos-.Junto a otro gran tema de dimensiones épicas como “Tapes”, se nota mucho la ayuda de Guy Sigsworth en la producción. Parece que ambos han jugado a complementarse y no meterse en sus respectivos terrenos: es una colaboración sin invasiones. De esta forma, Alanis da buena cuenta de su estilo con “Not as we” o “Incomplete” (bonita manera de cerrar el álbum), a la vez que experimenta con otros cortes del disco que bien podrían haber merecido una exploración de dimensiones mayores. Sin lugar a dudas, es el mejor trabajo de la artista de origen canadiense desde su debut. Toda una declaración de intenciones bañada en la sinceridad más absoluta que gana con cada escucha.

Recientemente, viajamos hasta Londres para, entre otras cosas, asistir a uno de los conciertos (el del 22 de junio) que ha estado ofreciendo
Terminaron el concierto con “You made me realise”. Y aquí es donde metieron la pata hasta el fondo, para cabreo de buena parte del público. Alargaron el momento final de esta canción en lo que se asemeja al reactor de un avión o algo así… 30 minutos (según parece, esto lo hacían en otros conciertos no más de 15 minutos). Los primeros 5 minutos de ruido fueron sorprendentes, haciendo que el sonido hiciese vibrar hasta el páncreas. A los 10 minutos, algunas personas pedían desde abajo que parasen ya. Llegando al minuto 15, muchos nos habíamos puesto ya los tapones para los oídos que dieron en la entrada. Pero no servían de mucho. Con un dolor de tímpano increíble, varios tuvimos que salir fuera y esperar otros diez minutos más hasta que terminaron.
















El argumento es muy simple, que para eso estamos ante una película de aventuras (es curioso, contra más sencillas son las tramas, más me cuesta entenderlas a veces): hay que encontrar un cráneo de cristal que también es buscado por los agentes de la extinta Unión Soviética (como siempre los super malos según EEUU). De repente, “Indy” se encuentra con el que resultará ser su hijo, un joven motociclista llamado Mutt interpretado por un tal Shia LaBeouf (con este nombre de perrita pija, el chaval no sé si llegará muy lejos). Se supone que aquí se pasa el testigo generacional para futuras secuelas que no pienso ir a ver. Para justificar el bragetazo del arqueólogo reaparece la chica, ya madura, de la primera parte, Marion Ravenwood. Este personaje vuelve a ser interpretado por Karen Allen, una actriz a la que Cristo y la Virgen han venido a ver, dado su irregular bagaje en el mundo de la gran pantalla.
La mala de la película (con poderes para leer la mente que no se explotan nada en el transcurso del filme), la agente soviética de origen ucraniano Irina Spalko, está interpretada por una de las mejores actrices del momento, Cate Blanchett. En esta ocasión, la australiana parece que durante el rodaje se puso el piloto automático y, al igual que Ford, supongo que pensaba a menudo en la pila de millones que se iba a embolsar al término de este soberano truñete cinematográfico. Para construir su personaje, vuelve a perpetrar el típico acento ruso que tan mal hacen tanto anglosajones como españoles. Y aquí voy a explicarme, por la cuenta que me trae: la “r” del idioma ruso no se pronuncia tan fuerte como suelen reflejar en los miles de filmes donde sale algún personaje ruso hablando en otro idioma. Para que os hagáis una idea, en mi sorprendente lengua, es la letra “er”, y no “erre”. 





El guión es muy ágil (cada capítulo dura 30 minutos aproximadamente), con giros que también dejan entrever las secretas necesidades sexuales y sentimentales de los otros personajes y la constante búsqueda de sí mismo de su protagonista, siempre sumido en la interminable espiral en la que puede llegar a convertirse una noche de borrachera y sexo y tratar de sobrevivir en una resaca permanente. El caso es que Duchovny consigue que Hank Moody caiga bien y el espectador se ponga de su parte al ver, desde un primer momento, que lo único que quiere es recuperar a su familia, a la mujer de su vida… Escapar, en definitiva, de las vigilias interminables y la promiscuidad espoleada con bebidas alcohólicas y volver a sentir el placer de escribir.




