
Pasada la primera tormenta informativa que rodea la muerte de
Michael Jackson, creo que llega el momento de dar por sentados algunos puntos. Nunca he seguido demasiado la música de este cantante, sin duda uno de los mayores iconos de los 80 y probablemente uno de los últimos artistas de fama planetaria. Pero ha sido inevitable crecer con sus canciones, en mi caso, por culpa de una de mis hermanas. Tenía todos sus discos y en definitiva no supe bien lo
talifán que era hasta la actualidad. Sacando ese humor negro que hace que mi agenda social se reduzca cada día más, cuando me enteré del fallecimiento de Jackson, la llamé para “darle el pésame”. Cuando descolgó el teléfono, en lugar de oír un “¿quién es?” escuché “
Billie Jean” sonando al otro lado del auricular. “¿Hola, estás ahí?”, pregunté. “Sí”, contestó mi hermana con una sequedad aplastante. Conteniendo una carcajada por la situación, comenté que lo sentía mucho y que si iba a cogerse un avión a Los Ángeles. Casi me cuelga. No quiero imaginarme lo que hubiese pasado si se lo hubiese dicho en persona.

Cuando muere un artista –y más de fama universal, como Michael Jackson- mucha gente dice que les da pena a pesar de no escuchar su música y sus seguidores lloran hasta extremos inexplicables. Argumentan, como lo hizo mi hermana, que a pesar de no conocer a su ídolo en persona, a fin de cuentas era parte de su vida. Sé reconocer su tremenda influencia y no dejan de gustarme muchos de sus temas. Pero en mi opinión, más que sentir esa pérdida, a lo que en realidad se enfrentan es a la misma realidad de la muerte. Y este es un camino, una cara de una misma moneda o como lo queramos llamar, hacia el que todos vamos encaminados. No podemos obviarlo y hay que tomarlo con naturalidad y sin miedo. La muerte es democracia en estado puro, y no lo que nos intentan vender los partidos políticos. La vida no lo es en muchos aspectos, y la culpa la tenemos nosotros.

A ello se suma la necesidad del ser humano por tener dioses. Al no encontrar ninguno en el cielo y dejar de creer la estupidez maligna de las religiones -hacia las que no siento nada por todo el daño que hacen-, los creamos en la Tierra. De carne y hueso, como todos nosotros. Practican la escatología a diario en el baño, como todos nosotros. La prensa manipuladora se ceba y mitifica la figura de Jackson como ya ha ocurrido con tantos y tantos artistas que han quedado en el imaginario colectivo a fuerza de leyendas. Unas puede que sean ciertas, otras no, pero el cadáver es un negocio demasiado tentador como para no hacer caja. Se sigue haciendo con
Marilyn Monroe, John Lennon, Elvis Presley, Jim Morrison, Kurt Cobain, Jimmy Hendrix o Janis Joplin. Muchos están deseando que
Amy Winehouse se reúna con ellos. Suicidios, asesinatos, sobredosis o depresiones vitales… nada del otro barrio y que no vivamos nosotros. En la Cañada Real de Madrid, por ejemplo, ocurre a diario, pero son anónimos. Michael Jackson estaba como una regadera y esto no se puede negar. Eso sí, hay motivos: tenía el síndrome de Peter Pan –terror a envejecer-, destrozó su físico y su salud a fuerza de la medicación que tan suculentos beneficios ofrece a las farmacéuticas –les salió mal lo de la gripe aviar y las vacas locas y ahora nos venden la gripe cerda- y la cirugía estética. Además tuvo una infancia asquerosa, currando como un burro desde los 4 años, con ese padre seboso y una piara de hermanos que, salvo en el caso de
Janet, han vivido a su costa en mayor o menor medida. Pero ahora los buitres –incluido el desheredado papá Jackson- sobrevuelan su cadáver, y lo seguirán haciendo hasta comerse todos sus huesos. Todos ganarán dinero y tan contentos; otros seguirán llorando sin pensar en su propia vida (lo de mi hermana no es tan exagerado, menos mal). Una locura. Menudo baile de máscaras: las mismas que ponía Michael Jackson a sus hijos para protegerlos de la prensa.