lunes, 16 de marzo de 2009

“EL LUCHADOR”: AMÉRICA SEGÚN ARONOFSKY

El director de “El luchador” (“The wrestler”) Darren Aronofsky comenzó su carrera cinematográfica en 1998 con “Pi” un film que llamó la atención del sector de la crítica menos convencional en busca continua de sorpresas y de nuevos talentos. “Réquiem por un sueño” supuso su contundente consagración, un golpe seco en el estomago del espectador con una historia brutal donde no había lugar para la esperanza. Su salto a la producción a gran escala –económicamente se entiende- vino de la mano de la irregular “La fuente de la vida” interesante en su planteamiento pero lastrada por un discurso new age de brocha gorda y un actor incompetente, Hugh Jackman.

En su cuarto film sorprende especialmente el tono y la estética utilizada por Aronofsky: “El luchador” está más próxima al clasicismo formal de Clint Eastwood (tiene muchos puntos en común con “Million dollar baby”, también en su discurso) que del misticismo de todo a un euro de “La fuente de la vida” o de ese mal viaje lisérgico que era “Réquiem por un sueño”. La película, escrita por Robert D. Siegel, bebe de esa fértil tradición del cine americano que escarba en las vidas de perdedores hundidos en vidas decadentes, llenas de soledad, en busca de un último aliento, de una redención que les permita vivir en paz consigo mismos. El film por tanto no es argumentalmente un prodigio de originalidad, pero su director es capaz de narrarlo con una fluidez admirable y dotarlo de personalidad propia con secuencias brillantes, como la apertura de la película acompañando al protagonista en uno de sus patéticos combates de wrestling, siempre mostrándolo desde sus espaldas, lo que pone de manifiesto el respeto que siente hacia el, dignificándolo al filmarlo de esta forma. El impecable retrato de la América profunda que realiza Aronofsky está repleto de poesía mugrienta, con suburbios grises y semidesiertos, con casas de papel que se caen a pedazos, de noches sin principio ni final en tugurios cutres, de despedidas tristes en parkings gélidos y de combates fraudulentos. De todo ello el director es capaz de extraer una rara belleza y la película vuela llena de energía y de rabia contenida, para confirmarse como su mejor obra hasta la fecha.

Mención aparte merecen las interpretaciones de sus dos protagonistas un renacido Mickey Rourke sobre el que ya se ha dicho todo y bueno a estas alturas. Sin el no habría película, básicamente. Le da replica una Marisa Tomei que vuelve a asombrarnos (ya lo hizo en “Antes que el diablo sepa que has muerto”) en un complicado papel de bailarina de barra en un local de mala muerte y que es la última tabla de salvación del personaje de Rourke. Ambos llenan la pantalla de complicidad, de veracidad en cada una de las secuencias que comparten involucrando de forma inexorable al espectador en sus penosas vidas, sintiéndonos implicados en el devenir de sus respectivos personajes. “El luchador” en su maravillosa última escena nos deja a un personaje lleno de cicatrices, pero haciendo lo único que ama, lanzarse al ring con menguantes fuerzas y sin que nadie se haya quedado para mirarle, salvo nosotros.

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